Final Alternativo de Sandra - El Instinto

Hoy no me temblaron las manos al alistarme. No hubo duda frente al espejo. No hubo esa voz tuya en mi cabeza preguntándome si estaba segura, si no estaría exagerando otra vez.

Hoy no te escuché, Fox.

Hoy no tuve miedo.

Me puse la blusa azul de botones que siempre odiaste, la que dijiste que parecía de enfermera. Me la abotoné entera, hasta el cuello. Hoy necesitaba sentir que estaba armada.

Violet y yo almorzaríamos juntas. Tú lo propusiste. Dijiste que sería bueno para ella, que llevaba semanas distante, que apenas hablaba con Gemma. Yo fingí que no sabía por qué. Que no sabía nada del monitor apagado, de la cobija en el rostro de Jet, del hospital en plena madrugada. Pero tú no sabes lo que Gemma me dijo con la voz quebrada, sujetando su bolso como si fuera un salvavidas.

—Siempre reviso el monitor —me dijo—. Siempre. Y esa noche… no sé por qué estaba apagado. No sé por qué.

Lloró. Me abrazó como si aún pudiera confiar en mí. No le dije lo que sabía. Ni lo que intuía. Porque no podía. Porque esa parte de mí ya estaba rota.

La misma parte que tú nunca quisiste ver.

Toqué el timbre. Gemma abrió la puerta. Me saludó. Tenía una taza de té y ojeras marcadas. Me devolvió la sonrisa con una de esas medias sonrisas que usan las mujeres que aún creen que todo puede arreglarse con descanso.

Violet bajó las escaleras con el teléfono en la mano. Llevaba una camiseta blanca y unos jeans que le quedaban demasiado cortos. Me miró como si ya estuviera harta del almuerzo que aún no ocurría.

Subió al auto. No dijo nada.

Conduje sin poner música. Le pregunté cómo había estado. Qué quería hacer después. Si había pensado en lo que quería estudiar más adelante. No respondió. Apenas si respiró. La vi por el rabillo del ojo. Estaba ahí, pero no. Siempre ha estado así.

Llegamos a la cafetería. Una de esas que tú dirías que es “demasiado hipster”. Ella pidió un sándwich de pavo con mayonesa, sin mostaza. Soda. Yo, café helado y atún. Pagamos. Buscamos una mesa junto a la ventana.

—¿No vas a preguntar cómo está Jet? —me dijo.

Me miró unos segundos, yo no dije nada. Luego volvió al teléfono.

Cuando la chica del mostrador me llamó, me levanté. La bandeja estaba lista. Dos sándwiches. Una soda. Un café helado. Tomé servilletas, fui a la barra de condimentos. Puse un poco de pimienta extra sobre el mío. Y sobre el de ella algunos pepinillos y… No me temblaron las manos.

Volví a la mesa. Comimos. O al menos, yo intenté hacerlo. Violet empujaba el pan con los dedos, sin mucho interés. Respondía con monosílabos. Una vez me llamó “pesada”. Otra, “ridícula”. Como si me hablara desde una superioridad construida sobre huesos.



Cuando terminamos, le propuse ir al cine. Dijo que no. Que le dolía el estómago. Que quería volver.

Conduje de regreso. Silencio absoluto.

La dejé frente a tu casa. No me abrazó. No se despidió.

Al día siguiente, sonó el teléfono. Tu voz. Al borde del llanto. No entendía lo que decías, Fox. Solo una palabra me atravesó con claridad: murió. Violet murió.

Dijiste que fue mientras dormía. Que no respiraba. Que los paramédicos llegaron pero no había nada que hacer.

Colgué.

Y entonces, sentí algo que nunca imaginé que sentiría.

Paz.

Una paz que se derramó por mi pecho como agua caliente. No grité. No lloré. Solo cerré los ojos y pensé en Sam. En su alma. En su pequeña voz. En la libertad.

Pensé en Jet. En su respiración tranquila, sin una hermana que lo aceche desde las sombras.

Pensé en ti. En cómo nunca me creíste. Y en cómo, por fin, ya no importaba.

Había hecho lo que tú nunca fuiste capaz de hacer.

Protegerlos.



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